Escribir es un desmadre

La semana pasada, me topé con dos ensayos sobre la dificultad de ser mamá y escritora al mismo tiempo (aunque creo que su contenido podría aplicarse a cualquier trabajo creativo): “A Portrait of the Artist As a Young Mom” por Kim Brooks en The Cut y “Mother, Writer, Monster, Maid” por Rufi Thorpe en Vela. Lloré en más de una ocasión. Qué alivio identificarse tanto con sus palabras, saber que no soy la única cuya creatividad está trabada en esta etapa tan demandante de la maternidad.

“The conflict is between the selfishness of the artist and the selflessness of the mother” (“El conflicto está entre el egoísmo del artista y la abnegación de la madre”), escribe Thorpe. Explica cómo, cuando está inmersa en un proceso imaginativo, su mente se va a otra parte y esto se trasluce en sus gestos faciales. Su hija lo nota y se molesta.

A mí también me sucede; mi hermana, que compartía recámara conmigo en casa de mis papás, me lo decía todo el tiempo. Cuando estoy pensando en lo que voy a escribir, se dibuja una expresión ausente en mi cara. Y cuando uno es madre de niños pequeños, no puede estar ausente. Leí un estudio hace poco que explicaba cómo en esta etapa siempre estamos alertas; ni siquiera al dormir se relaja por completo nuestra mente. Por eso siempre estamos cansadas: nunca descansamos al cien por ciento.

Últimamente tengo muchas ganas de escribir, así que estoy en una constante búsqueda de ideas. Pero cuando empieza a encenderse el foco, algo sucede en mi entorno: Gabriel se cayó o está por agarrar una pieza diminuta de Lego o quiere que lo cargue o desenrolló todo el papel de baño; Valentina quiere que le haga un agua de limón o que la acompañe a algún lado o que le dibuje una bandera para un país imaginario. Así que el hilo que tejía la imaginación se corta abruptamente. “Estabas en la luna de queso”, me dice Valentina, con tono regañón.

“The point of art is to unsettle”, le señala una amiga a Kim Brooks. Y¿qué hace uno al formar una familia? Settle down. Lo opuesto, de algún modo, o al menos, conceptos muy distintos. Aunque esta analogía no se puede traducir tal cual al español, les propongo otra: escribir es un desmadre. No puede uno ocupar el cuerpo y la mente en la maternidad y escribir al mismo tiempo. Lo cual no significa que ser mamá sea incompatible con la vida creativa, sino que hay que dedicarle un tiempo específico del día, desmadrarse un rato.

Lo curioso es que ser mamá me ha dado mucho más que decir. El embarazo, con las molestias pero también la belleza que implica guardar una vida nueva; el parto, esos instantes salvajes, vertiginosos, llenos de dolor pero también de un amor explosivo; los primeros días después del parto, cuando todo parece un sueño intensísimo; y cómo ser madre te hace sentir más, te orilla a ser más consciente de todo, al punto que muchas veces la realidad nos hiere en lo más profundo del corazón.

Por eso quiero escribir: porque tengo cosas que decir y porque además, creo que es mi único talento real. No quiero hacerlo en el futuro, cuando haya tiempo; quiero hacerlo ahora, aunque sólo pueda darle rienda suelta a mi imaginación cuando los niños duermen o alguien más los cuida. Sé que es difícil, pero también que es posible. Zadie Smith, por ejemplo, con dos hijos y cinco novelas, me lo recuerda cada vez que veo su nombre en mi librero. Y Valeria Luiselli, joven y tremendamente talentosa, tiene una hija pequeña que presiento la impulsó a escribir su último (y desgarrador) libro sobre la migración infantil, Los niños perdidos. También Jenny Offill, cuya novela Dept. of Speculation acabo de devorar en menos de 24 horas, entre muchas otras. Confieso que a veces odio a estas mujeres, porque ellas lo han logrado y yo no. Pero sobre todo, las necesito y les agradezco ponerme el ejemplo. Si ellas pudieron, yo lo seguiré intentando.